Cuentos Perthes – Hoy empieza todo

Cuento Perthes de Juan Miguel del Cabo.

HOY EMPIEZA TODO

Cuento de Juan Miguel del Cabo.

Hola, mundo. Aprovecho mi viaje en autobús para escribir unas líneas sobre mí, pues llevaba ya tiempo queriendo hacerlo y ahora creo que es una buena ocasión, gracias también a que estos asientos no me dejan dormir.

Todo comenzó hace ya unos cuantos años. Casi a finales de junio, un viernes, mis padres nos llevaron a mí y a mi hermanito – dos años mayor que yo –  a uno de los varios parques de la ciudad, el parque de la Merche. Era un lugar agradable con un estanque y muchos árboles que proporcionaban una sombra extraordinaria; además, había, como en cualquier parque que se precie,   columpios, aunque un poco grandes para mi, pues, por entonces solamente contaba con pocos  añitos y, aunque era muy valiente y no me daba miedo de  nada, reconozco que no estaban hechos para peques de mi edad. Aún así, mi hermano, que era (y es) mi mano derecha, se convirtió en  mi compañero de juegos y ambos disfrutábamos mucho jugando a cualquier cosa, corriendo y riendo como cualquier niño de esa edad; mientras tanto, mis padres nos observaban desde el bar cuya  terraza estaba al lado del estanque, mientras tomaban un refresco y nos pedían algo para cenar, pues estábamos a las puertas del fin de semana y al día siguiente no había que madrugar.

Recuerdo que ya caía el sol, ya que  estaba en el tobogán y desde allí se veía todo,  cuando de repente, al tocar suelo, sentí que algo iba mal; me levanté y noté un pequeño cosquilleo en la pierna izquierda. A continuación, eché a andar pero notaba que dicha pierna se me quedaba un poco detrás de la otra, o bien que la derecha iba más rápida.

Cuando llegué a donde estaban mis padres, le dije a mi madre: “Mami, me pica” y le apunté a mi extremidad. Ella me cogió, me abrazó y me dio un beso, sin darle más importancia. “Venga come y verás cómo se te pasa”, dijo mi padre. Nos trajeron dos bocatas y mi hermano y yo los devoramos. Después, nos fuimos a casa.

Con el paso de los días, mi pierna siguió un poco perezosa pues no iba al mismo ritmo que la otra, y siempre había que esperarla, por lo que mis padres decidieron llevarme a mi pediatra, una mujer bonachona y simpática que dado las veces que la habíamos visitado mi hermano y yo durante el invierno con todo tipo de resfriados, otitis, etc., etc., ya se había aprendido nuestros nombres. Zara, aunque en realidad era Sara, como yo la llamaba, nos mandó a hacer una radiografía de la rodilla por lo que me llevaron a un sitio muy grande con muchas habitaciones y me hicieron una foto de mi pie. Posteriormente, volvimos a “Zara” y nos dijo que podía ser un esguince pues en la placa no se veía nada.

Con el paso de los días, la situación no varió y como nos fuimos al pueblo de mis padre, allí me llevaron a una mujer que me hacía ejercicios en el  pie : me lo subía, me lo bajaba, me daba masajes… Ahí mi pierna se puso buena, pero poco después, a los pocos días, se volvió a quedar atrás, por lo que volvimos a ir a esta mujer nuevamente, cosa que a mí me gustaba pues cada vez que iba me daba una golosina.

Así estuvimos casi todo el verano hasta que mi madre un día se cansó y me llevó al hospital que había al lado del pueblo de mis abuelos, pues en cuanto que dejaba de ir a la mujer de las chuches mi pierna se volvía vaga.

Era una tarde calurosa, como todas las de ese año, y a mi madre se le habían metido muchos mosquitos en los ojos, pues yo  veía que los tenía muy rojos y cuando vio a mi padre, se abrazó a él y acto seguido cogió el móvil y se puso a verlo muy nerviosa, mientras mi padre se quedó muy callado mirando al suelo como si se le hubiera perdido algo.

Al día siguiente nos levantamos temprano y nos fuimos en coche a un lugar donde había muchos hombres con batas blancas y, allí uno de ellos me puso a andar. Después mientras yo jugaba con mi hermano, mis padres hablaban con este hombre; mi pobre madre, mientras tanto, seguía con los ojos rojos.

Pasó el tiempo y comencé el colegio: nuevos compañeros y nueva maestra. Ahora ya iba con mi hermanito al mismo cole, aunque un hombre muy simpático al que habíamos ido a ver lejos (pues tuvimos que coger un tren con forma de pato) nos dijo que, por ahora, no podía ni correr ni dar saltos, pero a mí me daba igual, pues cuando no me veía la maestra ni otra mujer que me ayudaba dándome la mano en el cole, me iba a jugar con mi hermano.

Un día   mi padre nos montó en el coche y nos llevó a un sitio muy grande que tenía habitaciones donde la gente se quitaba la ropa y se ponía el bañador y las chanclas que en el verano usábamos cuando íbamos a la playa; también allí había duchas y, justo al lado, dos piscinas grandes, una muy grande, donde nadaban muy rápido, y otra más pequeña, donde había sobre todo niños. Mi hermano ya conocía ese sitio pues cuando era más pequeño había estado dando clases para aprender a nadar. La razón que nos dio fue que le gustaba mucho bañarse y nadar, pero, con el tiempo a mi me extrañó, pues, en muy contadas ocasiones, nadaba solo y, casi siempre, estaba con nosotros jugando con una colchoneta que le pedíamos al socorrista de turno (llegamos a conocerlos a todos pues acudíamos a la piscina casi todos los días) o lanzándonos al agua o jugando a cualquier cosa.

Sea como fuere, desde el momento que vi este sitio me fascinó y, si bien en un principio, me daba un poco de miedo el agua, con el paso de los días, las semanas y los meses llegó a encantarme meterme y poder chapotear y nadar primero con manguitos y luego sin ellos, ya que mi padre me apuntó a curso de natación para que me pudiera mover yo solo por la piscina; allí conocí nuevos amigos y, las clases, que eran de cuarenta y cinco minutos, se me quedaban cortas por lo que, una vez que terminaban, nos quedábamos jugando mucho rato después.

Así pasaban los días y yo me encontraba feliz, pues,  en el cole jugaba con mis amigos y mi hermano (había veces que corría pero cuando me preguntaban en casa yo decía que no) y, por la tarde, acudía a la piscina o bien nos íbamos a un parque que había al lado de casa con una bici que tenía tres ruedas y que más que bici parecía una moto. En este momento, mi pierna iba a la misma velocidad que la otra y no me dolía nunca, salvo en una ocasión que me puse malito: mi madre me puso un aparato que estaba muy frío debajo del brazo y escuché decirle a mi padre que me había resfriado.

Con el paso del tiempo, en la piscina conocimos a unos chicos que nadaban  al lado de donde estábamos nosotros; yo le pregunté a mi papá que quienes eran y él me dijo que todos ellos formaban un equipo y nos preguntó a mi hermano y a mi si queríamos nadar con ellos, a lo que nosotros contestamos con un sí rotundo que se escuchó hasta debajo del agua; eso sí, después de nadar con ellos siempre jugábamos un rato en la piscina pequeña.

Todo iba bien hasta que un día mi pierna se quedó atrás de nuevo, no me dolía, pero todo el mundo se dio cuenta y mis padres decidieron llevarme otra vez en el tren del pato con el señor simpático, que me hablaba alto y tenía juguetes en su casa. Ese día vi a mis padres un poco serios, pero nada más.

A los pocos días, me montaron de nuevo en el coche y me llevaron a un sitio muy grande donde había otra vez muchos hombres de blanco; ese día me acompañaba también mi abuelo y mi tito y cuando los vi me dio mucha alegría. Después me montaron en una cama que tenía volante y de nuevo vi al señor de hace unos días vestido de verde, pero ese día no me hizo mucha gracia pues había más hombres a su lado; una mujer me puso un aparato en la nariz que olía mal y ya no recuerdo más. Cuando me desperté, estaba tumbado y no podía mover los pies pues los tenía tiesos con una cosa blanca (que  luego se volvió negra  y llena de pintadas). Al día siguiente, nos fuimos a casa y ya no fui al cole en un tiempo (hasta después de las procesiones), aunque me dio igual, ya que por la mañana me lo pasaba genial jugando con mi abuelo, mientras mi abuela hacía la comida y mis padres y mi hermanito trabajaban en el cole.

Casi ni me enteré del tiempo que pasé así hasta que un día por la mañana mi padre, mi abuelo y yo nos fuimos otra vez al mismo sitio de antes y el señor simpático me quitó lo que tenía en los pies; no me dolió, pero según me dijeron luego, lloré un montón.

Poco a poco, fui levantándome y echando a andar primero con un andador que tenía cuando era bebé y luego con ayuda de mis padres; después de ir a ver a los abuelos y a mis primos, volví al cole con mi hermano y a la piscina. Por aquél entonces , recuerdo que un día me caí y dos niños, Guillermo y Álvaro, no se olvidan sus nombres, se rieron de mi; yo, enfadado y llorando, me levanté y les dije que qué querían, que por qué se reían, que a mí no me hacía nada de gracia. Ellos viendo que me costaba mucho levantarme y mantener el equilibrio, se asustaron y salieron corriendo. Nunca más volvieron a reírse.

Pasó el tiempo y, aunque íbamos a visitar al hombre simpático cada vez que teníamos vacaciones en el cole, mi pierna no me volvió a doler y dejó de ser perezosa, ya que marchaba junto a la otra.

Un día, cuando llegamos a la piscina, el hombre que nos decía cómo debíamos nadar, habló con mi padre: le dijo si queríamos hacer carreras con otros niños a lo que nosotros dijimos que sí sin dudarlo un momento. Así pues, poco a poco, me fui olvidando de mi pierna y centrándome en las carreras, que eran casi todas las semanas. Los sábados o domingos por la mañana. Durante toda la semana estaba pensando en la carrera, y así, gané muchas y a muchos niños. Cuando llegaba a meta, miraba a mis padres y los veía riendo como hacía tiempo que no los había visto, sus ojos les brillaban.

Todo comenzaba a cambiar, y para bien; cada vez veía a mis padres más contentos. Todo se debió a una nueva visita a este hombre: nada más salir de su casa, en la primera tienda que mi madre vio entró y me compró  unas zapatillas y me dijo: «Escúchame bien, desde aquí hasta el tren, vamos a ir corriendo, así que ¡corre todo lo que puedas!»; yo le sonreí y lo entendí. Llegamos tan cansados a la estación que el viaje de vuelta nos quedamos dormidos en el tren.

A la semana  siguiente, cuando fuimos a la piscina se acercó mi entrenador y me dijo si estaba interesado en competir con otros niños en el campeonato provincial y autonómico para representar a nuestro equipo y a nuestra ciudad. Miré a mi padre y le dije que estaba preparado.

Y eso es todo, aquí estoy en el bus  de camino al campeonato, mientras mis amigos intentan  distraerme. Por cierto, son Guille y Álvaro, os sorprende, ¿verdad? Ahora somos inseparables. Ciado

FIN

P.D: Por cierto, he quedado 1º de mi categoría en la categoría provincial y 2º en la autonómica.

P.D.1.: Me he equivocado, pues esto no es el fin, no ha hecho nada más que comenzar.

 

Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de los textos y dibujos, sin autorización expresa de ASFAPE.

 

Leer mas cuentos.